Un espejo roto

Solo un alma dolida puede entender este mundo, porque solo quien ha sido desgarrado por dentro conoce el peso de las sombras. Este mundo no es para los que ríen con facilidad, ni para los que caminan ligeros, sin huellas de lágrimas en el rostro. Es para los que han mordido el polvo de la soledad, para los que han sentido cómo el tiempo se deshace entre los dedos como ceniza fría. Solo quien ha perdido algo irrecuperable puede mirar el cielo y ver no las estrellas, sino los agujeros negros que devoran la luz.

El dolor es un idioma antiguo, un susurro que solo los heridos entienden. Los demás, los intactos, los que aún creen en la inocencia de las mañanas, no pueden escucharlo. Ellos ven flores donde nosotros vemos espinas, ven risas donde nosotros oímos lamentos ahogados. El mundo, para ellos, es un lugar de colores vivos; para nosotros, es un lienzo pálido, manchado por la sangre seca de las heridas que nunca cicatrizan.

Pero hay una extraña belleza en este entendimiento, en esta capacidad de ver más allá de la superficie. El alma dolida tiene ojos que penetran la niebla, que ven la fragilidad de todo lo que existe. Sabemos que la felicidad es un espejismo, que el amor es un fantasma que se desvanece al amanecer. Y, sin embargo, seguimos aquí, respirando, sintiendo, escribiendo versos en la oscuridad. Porque el dolor, aunque nos consume, también nos da una claridad que los demás nunca tendrán.

Quizás, al final, este mundo no sea más que un espejo roto, y nosotros, las almas dolidas, los únicos capaces de ver nuestro reflejo en los fragmentos. Cada pedazo de cristal nos corta, pero también nos muestra una verdad que duele y libera al mismo tiempo. Somos los poetas de lo invisible, los guardianes de lo que nadie más quiere ver. Y aunque el dolor nos defina, también nos hace infinitos, porque solo quien ha tocado el fondo puede entender la profundidad del abismo y, desde allí, escribir sobre la luz que nunca llega.