Un espacio libre

En un mundo donde el tiempo se desvanece como arena entre los dedos, el amor existe más allá de los límites de lo tangible. Es una fuerza que no conoce fronteras, un susurro que atraviesa dimensiones y se pierde en el eco de los sueños. Imagina un lugar donde los cuerpos no pesan, donde las almas flotan libres, entrelazándose en un baile eterno. Allí, el amor no es una cadena, sino un río que fluye sin cesar, llevando consigo los deseos más profundos y las promesas que nunca se rompen.

En esta atmósfera irreal, los colores se funden en tonos que no tienen nombre, y el aire huele a eternidad. Las palabras ya no son necesarias, porque el amor se comunica a través de miradas que atraviesan el alma y latidos que resuenan en el vacío. Es un lugar donde el miedo no existe, donde las heridas del pasado se desvanecen como sombras bajo la luz de una luna que nunca se apaga. Aquí, el amor no es posesión, sino entrega; no es control, sino libertad absoluta.

Pero, ¿qué pasa cuando despertamos de este sueño? ¿Cuando el mundo real nos reclama con sus horarios, sus normas y sus miedos? La libertad de amar se convierte en un desafío, un acto de rebeldía contra todo lo que nos dice que debemos guardar distancia, que debemos protegernos. Y sin embargo, en los momentos más inesperados, ese amor irreal se cuela en nuestra realidad, recordándonos que, tal vez, no estamos tan lejos de aquel lugar donde todo era posible.

Reflexiona: ¿acaso la libertad de amar no es, en sí misma, un acto de fe? Creer que, a pesar de las barreras, el amor puede trascender lo físico, lo temporal, lo mundano. Que en algún lugar, en algún plano que no podemos ver pero que sentimos, existe un espacio donde el amor es puro, eterno y libre. Y tal vez, solo tal vez, ese lugar no esté tan lejos como creemos. Tal vez esté dentro de nosotros, esperando a que nos atrevamos a soltar las cadenas y volar.