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Me oculto entre los versos que escribo, como una sombra que se desliza entre las grietas de la luz. Cada palabra es un refugio, un lugar donde puedo desaparecer sin dejar rastro. Aquí, en este laberinto de sílabas y metáforas, soy invisible, intangible. Nadie puede alcanzarme, ni siquiera yo mismo, porque me he convertido en el eco de algo que ya no existe, en el susurro de un nombre que se desvanece en el aire.

Escribo para no ser, para despojarme de esta piel que me ahoga. Los versos son mi máscara, mi disfraz perfecto. Detrás de ellos, puedo ser todo y nada al mismo tiempo, puedo ser el niño que llora en la oscuridad o el hombre que lucha en silencio. Aquí, en este espacio de tinta y papel, no hay reglas, no hay límites. Solo hay un vacío que me atrae, que me llama con una voz dulce y seductora.

Pero a veces, en medio de este juego de esconderme, siento que los versos me traicionan. Ellos, que deberían protegerme, me exponen, me desnudan ante el mundo. Cada palabra que escribo es un pedazo de mi alma, un fragmento de mi ser que queda al descubierto. Y entonces, me pregunto si realmente estoy oculto, o si solo estoy creando una ilusión, un espejismo que me engaña a mí mismo.

Al final, sigo escribiendo, porque no tengo otra opción. Los versos son mi prisión y mi libertad, mi condena y mi salvación. Me oculto entre ellos, sabiendo que tal vez nunca podré escapar, pero también sabiendo que, en este escondite, he encontrado un lugar donde puedo ser yo, aunque sea por un instante. Y eso, tal vez, sea suficiente.

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