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Durante una tarde tranquila y especial, el cielo se desplegaba en un lienzo de azules y violetas. La brisa llevaba consigo el dulce aroma de la libertad, esa sensación embriagadora que precede a los momentos de pura felicidad. En esos instantes, el mundo parece detenerse, y uno puede escuchar el latido de su propio corazón, marcando el ritmo de una existencia plena.

Es en esa cúspide de emoción donde, inexplicablemente, una lágrima se asoma. No es de tristeza, sino un tributo silencioso a la belleza de la vida. Es la confirmación de que, en lo más profundo de nuestro ser, aún somos capaces de sentir con la intensidad de un niño, sin reservas ni temores, entregados por completo al instante.

La lágrima recorre la mejilla, un camino brillante que refleja el último rayo de sol antes de que se sumerja en el horizonte. Es un símbolo de la paradoja humana, la capacidad de llorar en medio de la alegría, de sentir tanto que el cuerpo no encuentra otra forma de expresarlo más que con una lágrima.

Y así, en la soledad compartida con el universo, se comprende que la felicidad más pura es aquella que nos sobrecoge, que nos hace vulnerables y fuertes al mismo tiempo. Es un estado que, aunque efímero, nos marca para siempre, dejando una huella imborrable en el alma, como esa única lágrima de felicidad.

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