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En un rincón oscuro de la mente, la duda se posa como un ave inquietante. A menudo, aparece en los momentos menos oportunos, como un visitante inesperado que no respeta las horas de descanso. No importa cuánto intentemos ignorarla, su presencia persiste, como una sombra que se alarga al atardecer.

Sé que aparentemente no sea el mejor momento, pero si no pregunto me quedaré con la duda y eso no quiero, la duda resuena en el corazón de aquellos que buscan respuestas. Es un recordatorio de que la curiosidad es un motor poderoso, capaz de impulsarnos más allá de nuestras limitaciones. A veces, incluso cuando todo parece estar en contra, la necesidad de saber nos impulsa a preguntar.

La duda no es solo una palabra; es una carga que llevamos en nuestras almas. Nos hace cuestionar nuestras decisiones, nuestras relaciones y nuestras creencias. ¿Qué pasaría si no preguntamos? ¿Qué secretos se ocultan detrás de esa puerta cerrada? La incertidumbre puede ser un abismo profundo, y la búsqueda de respuestas, una cuerda frágil que nos sostiene.

Pero preguntar no es solo un acto de curiosidad; es un acto de valentía. Requiere enfrentar el miedo a lo desconocido y aceptar que las respuestas pueden no ser lo que esperamos. A veces, la duda nos lleva a lugares inesperados, donde encontramos verdades incómodas o revelaciones que cambian nuestra perspectiva. Sin embargo, es mejor vivir con la verdad que con la incertidumbre.

En última instancia, cuestionar a diario nos recuerda que la duda no es un enemigo, sino un compañero de viaje. Nos desafía a explorar, a cuestionar y a crecer. Así que, incluso en los momentos menos convenientes, preguntémonos. Porque, al final del día, la búsqueda de respuestas nos acerca a la luz, y la luz disipa las sombras de la incertidumbre.

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