Frágil
En el silencio absoluto, ese silencio que no es mera ausencia de sonido, sino una presencia opresiva y tangible, el alma se enfrenta a su propia desnudez. Es allí, en la quietud profunda, donde los ecos de la existencia resuenan con más fuerza, donde el corazón late con un ritmo que parece anunciar su propio fin. La vida, frágil como el cristal más fino, se revela en su verdadera esencia: un susurro en la eternidad, un destello que apenas ilumina la vasta oscuridad. Y en ese momento, uno comprende que el ocaso no es más que el silencio que siempre ha estado allí, esperando, acechando, como un viejo amigo que nunca se atreve a llamar a la puerta.
Pero, en esa misma fragilidad yace una belleza sombría, una poesía que solo puede ser escrita con la tinta de la desesperación. Cada respiración, cada latido, es un milagro efímero, un regalo que nos es arrebatado tan pronto como lo recibimos. El silencio nos recuerda que somos sombras, fantasmas que deambulan por un mundo que pronto nos olvidará. Y, sin embargo, en esa fugacidad, en esa certeza de que todo terminará, encontramos la razón más profunda para aferrarnos a la vida, para saborear cada instante como si fuera el último.
El silencio, ese viejo cómplice del ocaso, nos habla con una voz que no puede ser ignorada. Nos susurra secretos que preferiríamos no escuchar, nos muestra visiones que preferiríamos no ver. Nos recuerda que, aunque construyamos castillos de ruido y distracción, al final solo quedará el vacío. Y en ese vacío, en esa nada que lo consume todo, encontramos la verdad más aterradora y sublime: que la vida no es más que un breve interludio entre dos eternidades de silencio.
Pero no temas, porque en esa fragilidad yace también la grandeza del ser humano. En nuestra capacidad de contemplar el abismo, de enfrentar la oscuridad con los ojos bien abiertos, encontramos una fuerza que trasciende el ocaso. El silencio, aunque nos aterroriza, también nos libera. Nos libera de las cadenas del ruido mundano, de las ilusiones que nos atan a lo efímero. Y en esa liberación, en esa aceptación de nuestra propia fragilidad, encontramos la verdadera esencia de la vida: un susurro, sí, pero un susurro que resuena en la eternidad.

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