Estamos vivos
En la penumbra de los días, donde la luz se deshace en jirones de sombra, aprendemos a caminar con pedazos de nosotros mismos que se quedaron atrás. No hay regreso a lo que fuimos, ni un mapa que nos guíe hacia la plenitud perdida. Vivimos en la fisura, en la intersección de lo que pudo ser y lo que nunca será. Y allí, en ese desgarro, encontramos una extraña belleza, como la de un poema que nunca se termina, pero que nos habla con más verdad que cualquier palabra cerrada.
El vacío nos habita, pero no nos aniquila. Nos enseña a respirar en la ausencia, a nombrar lo que ya no está. Somos fragmentos que se buscan en el espejo de la memoria, pero que nunca se encuentran del todo. Y tal vez, en esa búsqueda infinita, radica la esencia de lo que somos: seres que se construyen y se deshacen, que se pierden y se reinventan en cada latido. No hay completud, solo el eco de lo que fuimos y el relato de lo que podríamos ser.
A veces, en la noche, cuando el silencio se hace más denso, sentimos el peso de lo incompleto. Es como una herida que no cicatriza, pero que ya no duele. Nos acostumbramos a ella, la hacemos nuestra. Y en ese acto de aceptación, encontramos una especie de libertad. Porque no hay nada más humano que vivir con las cicatrices, con los huecos que nos recuerdan que estamos vivos, que estamos aquí, aunque sea a medias.
Y así, en este vaivén de sombras y destellos, aprendemos a bailar con lo que nos falta. No buscamos llenar los vacíos, sino habitarlos. Porque en ellos, en esa incompletud que nos define, está la posibilidad de ser infinitos. Somos como versos sueltos, como poemas que nunca se cierran, pero que, precisamente por eso, contienen todo el universo.

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