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En la quietud de la mañana,  donde el sol aún no ha quebrado el horizonte, mi alma se desgarra con cada tic-tac del reloj, un recordatorio de la vida que se escapa, invisible, inasible, tan cruel.

Cada día, una página más del alma arrancada, cada rutina, un susurro del tiempo que devora, café humeante, un espejo de mi existencia efímera, donde veo reflejado el rostro de la mortalidad.

El camino al trabajo, un pasillo hacia la nada, donde los pasos son cadenas de un destino impuesto, y en cada semáforo rojo, una pausa forzada, una oportunidad para contemplar el vacío.

Los rostros en el metro, máscaras de la vida, cada uno portando su propio desgarro silencioso, seres humanos unidos por la banalidad del existir, pero separados por abismos de soledad.

El trabajo, un campo de batalla sin gloria, donde luchamos contra la insignificancia, donde cada tarea es un grano de arena en el desierto de la eternidad, un intento de marcar algo, cualquier cosa.

Y al caer la noche, el regreso a un hogar
que ya no es refugio, sino una prisión de memorias, donde cada objeto es un testigo de lo que fuimos, de lo que podríamos haber sido, de lo que nunca seremos.

En la oscuridad de mi habitación, el silencio habla, un eco de todas las vidas no vividas, y en ese momento, la esencia de mi ser se descompone, me hace comprender:

La verdad no radica en la belleza de las palabras, sino en el clamor del espíritu ante la inminente oscuridad, la cruda realidad de nuestra humanidad, que en cada día ordinario, en cada acto rutinario, se esconde el drama de nuestra existencia efímera.

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