Con los ojos cerrados
En un mundo donde las máscaras caen al suelo con el peso de la realidad, muchas veces solo queremos encontrar a alguien que nos siga mirando cuando cerramos los ojos. Es una verdad inquietante. Es un reconocimiento de que, en la vastedad de la existencia, lo que realmente anhelamos es una conexión genuina, un testigo de nuestras vidas más allá de las apariencias.
La búsqueda de tal compañía es una odisea que desafía el tiempo y la lógica. No es una tarea para los débiles de corazón, pues requiere una vulnerabilidad audaz, la voluntad de exponer el alma a la posibilidad de ser vista en su forma más pura. Es un viaje hacia el interior, tanto como hacia el exterior, un peregrinaje hacia la aceptación de uno mismo y del otro.
Encontrar a esa persona es descubrir un espejo que refleja no solo nuestra imagen sino también nuestros sueños más profundos y temores más oscuros. Es hallar un guardián de nuestros secretos y un celebrante de nuestras alegrías. Es, en esencia, encontrar un hogar en la mirada de otro, un santuario donde los ojos cerrados no significan soledad, sino confianza y paz.
Y así, la vida se convierte en una serie de momentos compartidos, un tapiz tejido con hilos de comprensión mutua y respeto. Después de todo, una simple verdad sobre la complejidad del amor humano, es una tarea que nos lleva a explorar en los lugares comunes y menos pensados lo que llevamos dentro, con una mezcla de ironía y otras de profundidad.

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