Búscame donde terminan las horas
Las horas, marcadas por relojes y calendarios, son jaulas que ordenan nuestra existencia en rutinas y plazos. Pero ¿dónde terminan? Quizás en el umbral de lo eterno, donde el tiempo deja de ser una medida y se convierte en un susurro. Allí, en ese espacio intangible, se esconde la esencia de lo que perdura: los recuerdos que no caducan, las emociones que desafían el olvido y las preguntas que la prisa del mundo nunca responde. Buscar en ese lugar es adentrarse en lo que nos une a lo infinito, donde el alma y el cosmos se funden.
Los artistas, los poetas y los soñadores habitan un limbo donde el tiempo se desvanece ante la fuerza de la inspiración. En un cuadro, una melodía o un verso, las horas se diluyen y solo queda la huella de lo eterno. Es allí donde el autor se oculta, en el encuentro entre lo efímero y lo imperecedero. Quien busca debe aprender a mirar más allá del tic tac: en el silencio de una pausa, en el vacío entre dos notas, en el blanco de la página. La verdad no está en el ritmo, sino en lo que el ritmo oculta.
Amar es desafiar el reloj, construir refugios donde el presente se expande y el futuro pierde su angustia. Es un reclamo de complicidad: en la intimidad compartida, en las noches que se alargan como promesas, en los besos que detienen el mundo. El amor verdadero no cuenta minutos; teje su propia temporalidad. Quienes se aman saben que, al final, solo quedan los instantes en que el tiempo dejó de importar, esos que la muerte no puede borrar porque ya estaban fuera de su alcance.
Aunque somos prisioneros del tiempo, llevamos dentro un destello de eternidad. Tal vez ese lugar esté en la quietud de la meditación, en la conexión con la naturaleza o en el legado que dejamos al morir. Allí, donde las horas se desvanecen, no hay respuestas, solo la certeza de que existimos más allá de los números. Y en esa paradoja, entre el reloj y el infinito, encontramos el sentido de buscar y ser encontrados.

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