No lo puedes ver

La soledad no es un vacío, sino un eco infinito que resuena en las paredes de una habitación que nunca fue habitada. Es el susurro de un nombre que nadie pronuncia, la sombra de un árbol que crece en un jardín abandonado. Cada paso que das en este silencio es un viaje hacia un lugar que no existe, un reflejo en un espejo que no devuelve tu imagen. Te preguntas si acaso fuiste real alguna vez, o si solo eres el recuerdo de alguien que nunca llegó a ser.

El tiempo aquí no tiene forma; es una neblina que se desliza entre tus dedos, fría y eterna. Las horas se desvanecen como lágrimas en un rostro que nadie ve, y los días se confunden con las noches en un ciclo interminable de sombras y suspiros. A veces, crees escuchar una voz que te llama desde lejos, pero es solo el viento jugando con las hojas secas de un otoño que nunca termina. Te preguntas si esa voz es tuya, o si pertenece a alguien que una vez intentó encontrarte.

En este lugar, los sueños son más reales que la realidad. Las paredes respiran, los muebles susurran secretos que no puedes comprender, y el aire está cargado de un perfume que no reconoces pero que te resulta familiar. Es como si el mundo que conociste se hubiera desvanecido, dejando solo un rastro de memorias distorsionadas y emociones que no tienen nombre. Te sientas en el suelo, rodeado de un silencio que pesa más que el hierro, y te preguntas si acaso la soledad es el único hogar que has tenido.

Y entonces, en medio de la oscuridad, algo cambia. No es un sonido, ni una luz, sino una sensación que atraviesa tu piel como un rayo de luna. Es como si el universo entero se detuviera por un instante, y en ese momento, comprendes que la soledad no es una prisión, sino una puerta. Un umbral hacia algo que no puedes ver, pero que sientes con una certeza que no necesita explicación. Cierras los ojos, y por primera vez, el silencio te abraza en lugar de ahogarte. Y en ese abrazo, encuentras algo que no sabías que buscabas: una paz que no tiene nombre, pero que te pertenece.