Lo que nos hace humanos
El sol caía sobre el horizonte, pintando el cielo de un rojo intenso, como si el mundo mismo estuviera sangrando. En la plaza del pueblo, un hombre viejo, de manos callosas y mirada cansada, se inclinó para recoger una moneda que había caído al suelo. No era suya, pero la recogió igual. La sostuvo un momento en la palma de su mano, sintiendo el peso del metal, antes de colocarla en el sombrero de un músico callejero que tocaba una melodía triste. Nadie lo vio hacerlo. Nadie lo aplaudió. Pero el hombre siguió su camino, con la espalda recta y la conciencia limpia. El bien no necesita testigos. Se hace porque sí, porque es lo que debe hacerse.
En el puerto, un pescador joven luchaba contra las olas que azotaban su bote. El viento era frío y cortante, y la noche se acercaba con rapidez. En la orilla, un niño observaba con los ojos llenos de lágrimas, esperando a que su padre regresara con el sustento del día. El pescador no lo conocía, pero vio el miedo en los ojos del pequeño. Sin pensarlo dos veces, arrojó parte de su captura a la arena, donde el niño la recogió con manos temblorosas. No hubo palabras, solo un gesto. Un gesto que decía más que mil discursos. El bien no siempre es grandioso. A veces, es silencioso, casi invisible, pero su eco perdura en el corazón de quienes lo reciben.
En la guerra, cuando el humo y el polvo lo cubrían todo, un soldado encontró a un enemigo herido en medio del campo de batalla. El hombre estaba solo, desangrándose, con los ojos llenos de dolor y resignación. El soldado podía haber seguido adelante. Podía haber pensado en sí mismo, en su seguridad, en su deber. Pero no lo hizo. Se arrodilló junto al hombre, le ofreció agua y le vendó las heridas. No importaba de qué bando era. En ese momento, solo eran dos hombres, dos almas perdidas en el caos. El bien no conoce banderas ni fronteras. Es universal, como el aire que respiramos.
Y así, en cada rincón del mundo, en cada momento de la vida, hay oportunidades para hacer el bien. No hace falta ser un héroe, ni tener riquezas, ni siquiera saber el nombre de quien recibe tu ayuda. Solo hace falta mirar alrededor, ver más allá de uno mismo y actuar. Porque el bien, aunque pequeño, aunque silencioso, tiene el poder de cambiar algo. Tal vez no el mundo entero, pero sí el mundo de alguien. Y eso, al final, es lo único que importa. Haz siempre el bien. No por reconocimiento, no por gloria, sino porque es lo que nos hace humanos.

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