Es el precio que pago
Hay momentos en los que el mundo, con su estruendo y sus trivialidades, se desvanece como una neblina al mediodía. Es entonces cuando abro un libro y, página tras página, me sumerjo en un silencio que no es vacío, sino plenitud. Las palabras me envuelven, me arrancan de la realidad inmediata y me transportan a un lugar donde el tiempo no existe, donde soy a la vez nadie y todos. Leer no es un acto de evasión, sino de conquista: conquista de otros mundos, de otras vidas, de otras mentes que, curiosamente, terminan siendo un reflejo de la mía.
La lectura es un acto de magia, pero no de esa magia barata que engaña a los sentidos, sino de la verdadera, la que transforma al lector en algo más de lo que era. Cuando leo, no solo desaparece el mundo exterior; yo mismo me desvanezco. Me convierto en un espectador invisible, un viajero sin rostro que recorre paisajes imposibles y conversa con almas que nunca conoceré. Y, sin embargo, en esa desaparición hay una extraña sensación de pertenencia, como si, al perderme, finalmente me encontrara.
¿Qué es un libro sino un espejo que refleja no solo lo que somos, sino lo que podríamos ser? En sus páginas, los personajes viven, sufren, aman y mueren, y yo, el lector, lo hago con ellos. Me convierto en ellos, me vuelvo cómplice de sus sueños y sus fracasos, y al hacerlo, descubro que la vida no es una sola, sino muchas, y que todas están al alcance de quien se atreve a abrir un libro.
Así, cuando leo, desaparezco. Pero no es una desaparición triste, sino necesaria. Es el precio que pago por vivir mil vidas, por sentir mil emociones, por conocer mil verdades. Y cuando cierro el libro y regreso al mundo, algo en mí ha cambiado. Ya no soy el mismo, porque he vivido lo que no estaba destinado a vivir, he sido lo que no estaba destinado a ser. Y, sin embargo, sigo aquí, listo para desaparecer de nuevo en la próxima página.

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