Cuando cierro los ojos
Para verte como quiero, debo empezar a cerrar los ojos. La luz del día es cruel, despiadada, y arroja sombras que distorsionan lo que creemos conocer. Con los ojos abiertos, solo alcanzo a ver lo que el tiempo ha desgastado, las grietas que el mundo ha tallado en ti, en mí, en todo. Pero en la oscuridad, cuando las pupilas se dilatan y la mente se libera, surge una verdad más profunda, una que no necesita de formas ni colores para existir. Es entonces que te veo como eres, como fuiste, como serás.
El mar lo entienden bien. En sus profundidades, donde la luz no llega, las criaturas se mueven con una gracia que desafía la razón. No necesitan ojos para saber dónde están, para sentir la corriente, para encontrar su camino. Así eres tú en mi mente cuando cierro los ojos: una fuerza que no se explica, que no se define, que simplemente es. Y en esa oscuridad, no hay distancia que nos separe, ni tiempo que nos desgaste. Solo existe el latido de lo que no puede ser nombrado.
A veces pienso que los ojos son una maldición. Nos obligan a ver el mundo en pedazos, en fragmentos que nunca terminan de encajar. Nos muestran el rostro cansado de la vida, las arrugas que el sol ha marcado, las heridas que no cicatrizan. Pero cuando cierro los ojos, todo se une. Ya no hay bordes ni límites. Eres una presencia que llena el vacío, una sombra que no teme a la luz, porque la luz ya no importa. Y en ese instante, te conozco por completo, sin necesidad de tocarte.
Así que cierro los ojos. Una y otra vez. Porque sé que la verdad no está en lo que vemos, sino en lo que sentimos cuando dejamos de mirar. Y allí, en la penumbra de lo intangible, te encuentro. No como el mundo te ha hecho, sino como yo te he soñado, de una forma libre, de una forma eterna.

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