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El sol se había puesto y la noche se extendía sobre el mar como una manta negra. En el muelle, un hombre fumaba un cigarrillo, mirando hacia el horizonte. Su rostro estaba marcado por la sal y el viento, sus ojos fijos en la nada. Llevaba una vida de pesca, pero la pesca ya no era lo mismo. Los peces se habían ido, o tal vez habían aprendido a evitar los anzuelos.

La luna estaba alta cuando decidió regresar a su barca. La madera crujía bajo sus pies, cada paso un recordatorio de las tormentas que había soportado. Se sentó en el borde, con la caña en mano, sabiendo que no pescaría nada esta noche. Pero el acto de intentar, de lanzar el anzuelo al mar oscuro, era su refugio, su forma de combatir el vacío que sentía dentro.

En la cabaña, la radio sonaba con música vieja, una melodía de tiempos mejores. Sacó una botella de ron de debajo de la cama y tomó un trago largo, sintiendo el calor bajando por su garganta. Las paredes de la cabaña estaban llenas de recuerdos: fotos de capturas pasadas, cartas de amigos que ya no estaban. La soledad era una compañera constante, pero el ron ayudaba a suavizar su presencia.

Por la mañana, el sol volvió a salir, dorando el mar con una luz que parecía olvidar todas las noches oscuras. El hombre salió, con los hombros caídos pero con la resolución de seguir adelante. El mar no prometía nada, pero él volvería a intentarlo. Porque eso era lo que hacía, día tras día, hasta que el mar o el tiempo decidieran que ya no más.

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